jueves, 3 de abril de 2008

Carlos Ramos Núñez: Escribiendo la historia del Derecho Civil Peruano

Por Hugo Yuen

Carlos Ramos nació en Arequipa en 1960. Perteneciente a un extenso linaje de abogados e historiadores del sur del Perú, se graduó como abogado por la Universidad Católica Santa María; es magister en Derecho Civil y doctor en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. En la actualidad se desempeña como profesor en las áreas de Historia del Derecho en esa casa de Estudios y en la Universidad de Lima. Es también profesor visitante en la Universidad de Sevilla y en la Universidad de Berkeley, y ha sido investigador del Instituto Max Planck en Frankfurt/Alemania. Profesor Honorario por la Universidad Católica de Santa María, en los próximos días también lo será por la Universidad Nacional de San Agustín, coincidiendo este nombramiento con la aparición del tercer volumen de su abarcadora y, por decirlo así, subyugante, Historia del Derecho Civil Peruano, siglos XIX y XX.
Con sus 41 años de edad, Carlos Ramos es, a no dudarlo, uno de los cientistas sociales peruanos más agudos, constantes y prometedores de este nuevo siglo. La presente es una entrevista a quien, como en su momento Alberto Flores Galindo, ofrece un conocimiento íntimo del Perú, cuya visión casi siempre está provista de un ápice entrañable y cordial que nace –la raíz latina “cordis” que da lugar a la palabra “cordial” ya lo anticipa– del núcleo mismo de su corazón.

Si bien tu formación de abogado te llevó a ejercer como juez de paz, secretario de juzgado y testigo actuario, tus primeros intereses intelectuales estuvieron orientados más a la literatura. ¿Cómo se produce ese distanciamiento con la literatura y ese acercamiento a la historia?

Mi familiaridad inicial con la praxis forense y judicial resultó increíblemente útil después para la investigación y el quehacer teórico. Ejercí además la profesión judicial o prejudicial en ambientes vetustos y con jueces y auxiliares desmoralizados, pero con litigantes con grandes expectativas. Me desempeñé como juez de paz letrado en la ciudad andina de Abancay, que era entonces el único juzgado de paz de la provincia. Podrás imaginar que el patio exterior estaba siempre atestado de gente con problemas de toda índole. Esa experiencia fue vital para mí en dos sentidos. En primer lugar, porque conocí a la fiera por dentro con todas sus miserias y posibilidades y, en segundo lugar, porque me sugería implícitamente una opción personal distinta, la de la vida académica pero después de haber transitado por la más intensa práctica judicial.

En cuanto a la literatura, en efecto, se trató de una vocación muy temprana; pero, también es verdad que no pasó de un interés transitorio. No obstante que alterné en algunos grupos locales como Ómnibus, y Aguijón, Revista de penetración ideológica que aparecieron en los setenta, y frecuenté en una etapa tardía la Casa de Rolo –cenáculo inevitable de los poetas y narradores de la época-; en tales círculos fui, más bien, un elemento periférico. Estudié literatura en la UNSA hasta el tercer año y fue la solidaridad con un distinguido profesor, Aníbal Portocarrero, al quien Patria Roja y Bandera Roja pretendían desaforar, que motivó mi alejamiento de las aulas junto al poeta Alonso Ruiz Rosas y otros jóvenes mucho más comprometidos que yo con la literatura.

Mi interés por la historia y, más concretamente, por la Historia del Derecho creo que se explica por influencias familiares directas e indirectas. Por influencia directa, puesto que mi padre, Augusto Ramos Zambrano, cultiva la historia regional del altiplano puneño. Por influencia indirecta, porque no podía permanecer impasible ante un escenario lleno de objetos de reminiscencias del pasado: muebles, pinturas, fotografías y muchos libros, especialmente de Derecho. Es cierto que también tras mi estancia europea advertí el avanzado nivel que había logrado la historia del Derecho; mientras que entre nosotros el territorio histórico jurídico había sido apenas explorado. Concurrieron entonces elementos afectivos y también un frío diagnóstico del incipiente desarrollo de nuestra disciplina.

¿Consideras que esas primeras armas en la literatura fueron, por decirlo así, la preparación para tu actividad de historiador?

Definitivamente sí. Por lo demás la afición literaria difícilmente se abandona. Aún cuando esa influencia se advierta más en la forma que en el fondo. No debe olvidarse, asimismo, que la misma prosa jurídica –pensemos en José León Barandiarán y Héctor Cornejo Chávez, por ejemplo- se halla teñida de repercusiones literarias.

A propósito de la propedéutica, uno de tus libros se titula Cómo hacer una tesis de Derecho y no envejecer en el intento (libro por el que te conocen más que por los de Historia del Derecho, según tú mismo confiesas en el prólogo). Hay un tono lúdico y casi festivo en el título, que se repite en más de un pasaje del contenido. ¿Cómo ubicas a ese libro en el contexto de tu producción intelectual?

Fue un libro que acabé en pocas semanas apenas concluí mi tesis de doctorado. En realidad, lo escribí de un tirón sobre la base de un conjunto de conferencias sobre metodología aplicada al Derecho. Es cierto que por ese libro los abogados y estudiantes de Derecho me conocen más que por toda mi producción junta. El libro ha sido pirateado de distintas formas en muchos lugares. Sin embargo, esto no es extraño en el campo del Derecho donde reina un positivimo y un empirismo patéticos. El propósito del libro era llenar un vacío y mostrar las múltiples formas de investigación que el Derecho ofrece. En verdad, los otros libros de metodología aplicada al Derecho eran sesgados, sectarios o malos. Sus autores escribían de metodología sin haber hecho ninguna investigación seria y desalentaban a los jóvenes para emprender un estudio original. En esa perspectiva no podían llevarse a cabo tesis de historia, teoría o filosofía del Derecho y ni siquiera trabajos de dogmática jurídica.

En tu primer libro de Historia del Derecho (Toribio Pacheco, jurista peruano del siglo XIX) percibimos una visión apasionada y entrañable del jurista Pacheco, en el marco de un libro que, utilizando un término literario, podríamos calificar de “redondo”. Cosa que no apreciamos en tu último trabajo, por cierto más ambicioso y abarcador, de la Historia del Derecho Peruano del siglo XIX y XX. ¿A qué se debe ese cambio de tratamiento?

En todo caso diría que se trata de proceso de maduración. Por otro lado, dado que la Historia del Derecho Civil peruano se trata de una colección de siete volúmenes ese sentido de plenitud pienso que se logrará en su momento. Ahora se halla todavía en construcción. En el libro sobre Toribio Pacheco simpatizaba con el personaje; hoy esa simpatía se ha trocado, frente a cualquier figura intelectual que desfile en mis libros, en juicio crítico. Pienso que tal postura se afilia a un mayor rigor metódico.

Toribio Pacheco... es un libro fundamental para comprender tu método de análisis de la Historia del Derecho Peruano. Crees que en él se establecen los lineamientos fundamentales que luego replicarás, con variaciones, por supuesto, en Historia del Derecho Civil...?

Sí. Ese libro y los que vendrían luego, como El Código napoleónico y su recepción en América Latina, se sitúan dentro de lo que podría llamarse la historia social del Derecho. El Derecho –a saber normas, ideas, principios e instituciones- se introducen en el marco de un escenario social y cultural. Tal vez el problema más grande resida en vencer los prejuicios de quienes creen que la historia del Derecho es una descripción más o menos aburrida de leyes e instituciones. Debo reconocer que en el Perú está lejos de ser una disciplina popular.

En Historia del Derecho Civil... introduces un concepto novedoso que enriquece y modifica la visión dual liberal/conservador que ha regido la historia del siglo XIX y XX en América Latina: aplicas en tu análisis el concepto del sincretismo cultural para entender la historia de las ideas e instituciones en el Perú. ¿Crees que ese es el principal valor del libro?

La dicotomía liberal/conservador fue usado por Jorge Basadre en Perú. Problema y posibilidad y por Raúl Ferrero Rebagliatti en su Liberalismo peruano. Trazegnies lo empleó, a su vez, en La idea de Derecho del siglo XIX. En realidad, a mi no me preocupa sostener si tal o cual jurista fue liberal o conservador, moderno o tradicional. Prefiero acometer un esfuerzo reconstructivo de sus vidas y de sus ideas en lugar de plantear un modelo apriorístico. Al final, el lector extraerá sus conclusiones. Ocurre, sin embargo, que el sincretismo cultural ha sido y será un rasgo del Derecho peruano.

Al leer la Historia del Derecho Civil... sentimos que los problemas del siglo XIX son, en más de un caso, casi los mismos a los del siglo XX y, por supuesto, a los de este nuevo siglo que nos toca vivir. ¿Lo sientes también así?

Naturalmente. Nuestro contemporáneos, sobre todo los abogados, padecen el síndrome de la actualidad. Asumen que deben ocuparse tan solo de cuestiones nuevas y contemporáneas. Sufren de un espejismo que camufla la naturaleza histórica del Derecho. Para darte un ejemplo, hace unos días en El Peruano leía un artículo en el que se invocaba que la figura jurídica de la conciliación deje de ser obligatoria. Ese debate tuvo lugar en el Perú a propósito de la elaboración del Código de Procedimientos Civiles de 1912, que tras un largo debate en el foro, eliminó el carácter obligatorio de la conciliación, contemplada en todo un largo capítulo en el Código de Enjuiciamientos Civiles de 1852. Muchos abogados creen que hasta la letra de cambio, el cheque, las sociedades mercantiles, el fideicomiso o cualquier otra institución jurídica son absolutamente nuevas. Es preciso sacarlos de este error. El Derecho, como sostuvo Tamasia, nace viejo.

Sirve de algo, entonces, mirar un poco hacia atrás para poder entender mejor lo que se nos viene como sociedad, como país?

Yo creo que sí. El Perú no ha cambiado mucho, por ejemplo, en la manera de legislar siempre sobre la base de inspiraciones extranjeras. Primero España, luego Francia, después Alemania, en seguida Italia, por momentos Estados Unidos y ahora Chile. La política legislativa del Estado debería cambiar de modo que atienda no sólo al Derecho Comparado, sino también a la realidad. ¿De qué sirve referirse al Código civil etiópe, si no sabemos el impacto social que tuvo en esa sociedad?. Nuestro Derecho debe basarse en los usos y costumbres de la gente.

En algún pasaje del capítulo que dedicas al jurisconsulto arequipeño Francisco García Calderón (cuyo Diccionario fue considerado por Basadre como “la obra más importante del siglo XIX”) lamentas que los grandes jurisconsultos peruanos del siglo XIX sucumban a la tentación de la praxis política. En un país en donde la praxis política contemporánea está más bien marcada por el empirismo y la improvisación, ¿No sería, acaso, saludable que más juristas como tú se dejen seducir y caigan en la tentación de la política?

Lo lamento porque su conexión con la política les hacía perder preciosos momentos para su producción intelectual. Pero ante una terrible crisis fiscal o el dramatismo de una guerra, el jurista debe dejar sus aparejos bibliográficos. Es más, si se repasa las biografías de los jurisconsultos arequipeños, a saber, Evaristo Gómez Sánchez, Andrés Martínez, Ignacio Noboa, Toribio Pacheco, José Gregorio y Mariano Felipe Paz Soldán, Benito Laso, Francisco García Calderón, Angel Gustavo Cornejo, José Luis Bustamante y Rivero y, entre los vivos, Héctor Cornejo Chávez, sintieron siempre el llamado de la política. Tal vez la ausencia de una clase política seria se explique por el desdén de los hombres de letras –incluyendo a los juristas- por la actividad pública. Espero que eso acabe por el bien del país. En lo que a mí respecta, he rechazado sistemáticamente cualquier convocatoria, pues para mí es prioritario acabar los siete tomos de mi Historia del Derecho Civil. Después veremos.